Capítulo 5

Lolita recordó haber estado en una comida. Después muchos de los jóvenes presentes salieron al jardín. Ella había permanecido por un momento hablando con la anfitriona acerca de su madre.

Ambas fueron grandes amigas.

La puerta se abrió y el hijo mayor de la anfitriona entró.

—¡Hola, Harry! —exclamó ella—. Te esperaba pero más tarde.

—Pude salirme temprano —respondió él.

—¿Ya comiste? —le preguntó su madre.

—Sí, gracias —repuso él—, pero le he pedido a un sirviente que me traiga una copa. La necesito, pues estoy furioso.

—¿Furioso? —exclamó su madre—. ¿Qué ha ocurrido?

—Casi no lo vas a creer —empezó a decir Harry—, pues a mí mismo me cuesta mucho trabajo admitirlo.

—Dímelo —insistió su madre.

El joven se sentó en una silla.

—Tú conoces al Capitán Michael Duncan, quien está en el regimiento conmigo —dijo él.

—Sí, por supuesto —respondió su madre—. Un hombre muy agradable. Siempre me complace verlo.

—Yo no te lo había dicho, pero él se comprometió en secreto con Catherine Cressington.

—¿La famosa belleza? —preguntó su madre.

—Sí, y ella lo ha estado manipulando desde hace algún tiempo de una manera que me parece muy poco decorosa.

Lolita notó que su anfitriona apretaba los labios.

Era obvio que Catherine Cressington no le caía bien.

—Como están comprometidos y a ella le gustan mucho las joyas —continuó diciendo Harry—, Michael le prestó un collar maravilloso que su padre había traído de la India. El general estaba muy orgulloso de esa joya.

—¿Por qué? —preguntó la madre de Harry.

—Porque él la recibió como regalo de parte de un maharajá a quien le salvó la vida. Se trata de una joya maravillosa.

—Creo haber escuchado comentarios al respecto —respondió su madre.

—No me sorprendería —expresó Harry—. Se trata de un conjunto de enormes esmeraldas, rubíes, zafiros y, por supuesto, diamantes. Vale una fortuna.

—Y supongo que algún día será de Michael —opinó su madre.

—Lo hubiera sido —respondió Harry—, excepto que ha desaparecido alrededor del cuello de Catherine Cressington.

Su madre lo miró con fuerza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—Quiero decir lo que he dicho —contestó Harry—. Michael le prestó la joya para que la llevara a una fiesta en particular. Entonces, de regreso a sus respectivas casas, ella le dijo que ya no deseaba casarse con él y como podrás imaginarte, eso lo perturbó mucho.

—Por supuesto que sí —le respondió su madre—, y lo siento mucho por Michael. Espero que no le destroce el corazón.

—Lo que le ha roto el corazón es que Catherine Cressington ha desaparecido y también el collar.

—¿Quieres decir que ella se lo llevó consigo?

—Se lo robó, si quieres saber la verdad —declaró Harry—. El general está furioso y el pobre Harry no ha podido hacer nada ya que no la han podido encontrar.

—Pero esa mujer es todo un éxito —exclamó su madre—. Todo Londres habla acerca de su belleza.

—Lo sé —admitió Harry—, pero Michael piensa que ahora hay otro hombre con título con quien ella intenta casarse. Según parece, ella siempre presentía el hecho de que él tendría que esperar mucho tiempo para heredar el título, ya que el general goza de excelente salud.

—Jamás había escuchado algo tan desagradable —manifestó su madre—. Más tal vez, con el tiempo, ella regresará el collar.

—Lo dudo mucho —respondió Harry—. Si quieres saber mi opinión, yo creo que ella piensa quedarse con él, una vez que todo el escándalo haya pasado.

—Bueno, pues yo a eso lo llamo robar —dijo su madre—. No hay otra palabra para describirlo.

Lolita recordó haber pensado que Lady Cressington, a quien ella sólo había visto en ocasión de una fiesta, debía de ser una mujer muy extraña.

No podía imaginarse a su madre ni a alguna de sus amigas robando.

Aun cuando se tratara de algo sin valor.

Pero llevarse una joya como la que Harry había descrito, era inaudito, por no decir algo mucho peor.

Ella sabía muy bien lo maravillosas que podían ser las joyas hindúes.

Aunque nunca había visitado la India, su padre tenía un amigo que solía visitarlos en su casita del campo.

Era un viajero incansable y en una ocasión había regresado con un regalo para su madre.

Se trataba de un prendedor de artesanía típica de la India.

Tenía incrustadas varias piedras preciosas pequeñas y era muy bonito.

También tenía unos aretes y un anillo que le hacían juego.

La madre de Lolita se mostró encantada con el regalo.

El amigo de su padre les había hablado acerca de algunas de las joyas estupendas que había visto en los palacios de los maharajás.

—Estas valen fortunas —dijo él—, y son heredadas de generación en generación. Ellos jamás pensarían en venderlas.

La Condesa de Walcott quedo encantada con su joya hindú.

Pero un año más tarde, cuando estuvieron muy escasos de dinero, alguien le ofreció una buena cantidad por las joyas y la dama optó por venderlas.

Lolita no había pensado en ellas hasta aquel momento.

Ahora, lo que había escuchado en aquella fiesta en Londres surgió en su memoria.

También recordó haberle mencionado aquello a un amigo que le había dicho:

—Yo conozco a Michael Duncan. Es un joven muy agradable y el general es el mejor jefe que la abrigada de guardias jamás haya tenido. Cuando lo vuelva a ver en White’s le diré cuánto siento la pérdida que ha sufrido.

Recordando lo mal que se había comportado Lady Cressington, Lolita supo qué era lo que necesitaba hacer.

Ahora comprendía por qué milady había desaparecido de Londres donde tenía tanto éxito.

También por qué había venido al norte para esconderse en el castillo.

Por supuesto que el collar no era la razón principal de su partida.

Después de conocer a Lord Seabrook había decidido casarse con él.

Sin lugar a dudas sería un matrimonio mucho más conveniente que con un capitán de la brigada de guardias.

Aun cuando el padre de éste fuera un general y un baronet.

—Tengo que salvar a su señoría y a Simón —determinó Lolita.

Se preguntó cómo podría hacerlo.

Cuando lo pensó, se dio cuenta de que sabía dos cosas.

Primero, que el Capitán Michael Duncan estaba buscando a Lady Cressington pero no podía encontrarla.

Segundo, que él era socio del club White’s en St. James.

Ella había escuchado a su padre hablar acerca de éste con frecuencia.

Lolita subió a su habitación y tomando una hoja de papel, escribió:

«El collar que usted busca se encuentra en el castillo Seabrook, en Ullswater».

Dudó por un momento y después escribió abajo:

«Un amigo».

Lo dirigió al Capitán Michael Duncan en el club White’s y bajó al vestíbulo.

Se había dado cuenta de que el correo llegaba dos veces al día.

Una vez por la mañana y otra por la tarde.

El secretario de su señoría solía tener muchas cartas esperando al cartero.

Solía dejarlas en una bandeja que estaba sobre una mesa, debajo de la escalera.

Lolita esperaba encontrar algunas allí, ahora, y no se vio desilusionada.

Había una buena cantidad de sobres ya timbrados.

Lolita sabía que éstos serían recogidos por el cartero cuando entregara la correspondencia más o menos en una hora.

Ella metió su carta dirigida al capitán entre las otras.

Entonces regresó de inmediato al salón de clases.

Sabía que pasarían varios días antes de que hubiera alguna respuesta.

A la mañana siguiente, Lolita montó una vez más junto a Lord Seabrook.

Por primera vez a Simón le fue permitido montar sin ser guiado por un caballerango.

El hombre lo acompañó montado sobre un caballo ya muy cansado, que se sentía feliz de cabalgar despacio junto al pony.

—Ahora sí estoy montando como papá —exclamó Simón muy emocionado.

—Entonces tienes que ser tan bueno como lo era él —le advirtió Lolita.

—Ya soy bueno montando, ¿no es así, tío James? —preguntó Simón.

—Si, por supuesto —respondió Lord Seabrook—, pero tienes que ser todavía mucho mejor si quieres poder alcanzar a Lolo.

Simón rió.

—Cuando tenga un caballo tan grande como el de ella entonces podré correr a su lado.

—Y yo correré con ustedes —dijo Lord Seabrook—, así que tendrás que tener mucho cuidado en cómo lo haces para que nos ganes a los dos.

Lolita le sonrió.

Pensó en lo bueno que era él con Simón.

Si la terrible Lady Cressington no estuviera allí, entonces Simón ya habría encontrado un hogar donde podría ser feliz.

Ahora ya sabía la clase de pícara que era milady.

Y se le hacía mucho más desagradable tener que sentarse a la mesa durante la comida y observar cómo coqueteaba con Lord Seabrook.

Y al mismo tiempo, insinuar de todas las maneras posibles que deseaba estar a solas con el.

La mujer estaba decidida a que Simón y su institutriz comieran en el salón de clases.

Se enfureció cuando su doncella le informó que Lolita había estado montando con Lord Seabrook todas las mañanas antes del desayuno.

Al principio no se había dado cuenta.

Al cuarto día de la llegada de ellos al castillo, cuando Lord Seabrook y Simón salieron de la habitación, Lady Cressington le dijo a Lolita:

—Tengo entendido que usted sale a montar todas las mañanas, señora Bell. Como Simón va acompañado por un caballerango, no hay razón para que usted vaya también. En el futuro usted permanecerá en el castillo y esperará el regreso del niño.

—¿Esa es una orden de su señoría? —preguntó Lolita.

—Es una orden mía —respondió Lady Cressington—. Es obvio que usted no sabe cuál es su lugar como institutriz, cosa que comprendo pues es demasiado joven para serlo. Por lo tanto, se está tomando libertades de las que no tiene derecho.

Casi le escupió las palabras a Lolita, quien pensó que sería un error contestarle.

Salió de la habitación sin decir nada.

Pero sabía que Lady Cressington la estaba observando con una expresión de furia en el rostro.

Lolita estaba casi segura de que haría lo imposible para que Lord Seabrook la despidiera.

«Si tengo que irme», pensó ella, «me llevaré a Simón conmigo y nos esconderemos en algún lugar donde nadie nos encuentre».

Pero al mismo tiempo, era consciente de que el dinero que tenía no le iba a durar para siempre.

Lord Seabrook le había ordenado a su secretario que le pagara a Lolita cuanto había gastado para traer a Simón hasta el castillo.

Ella había hecho una lista de todos los gastos.

Entonces se la entregó a Simón.

—Quiero que sumes esto para mí —le sugirió ella—, y después se lo llevas al secretario de su señoría. Contarás lo que él te dé para estar seguro de que es lo correcto y que te pague lo que tú sumaste.

Simón se quedó mirando las cifras.

Entonces, muy despacio y con algo de ayuda de parte de Lolita, las sumó.

Después de dos o tres intentos lo logró, y ella dijo:

—Muchas gracias. Es algo que odio tener que hacer yo sola, pues en realidad es trabajo de un hombre.

—¿Lo llevo al secretario? —preguntó Simón.

—Sí, por supuesto, y si ves a tu tío muéstrale lo inteligente que has sido al sumar todo correctamente.

Simón se alejó y cuando regresó informó a Lolita:

—Tío James me dijo que soy muy listo y me regaló una moneda de diez chelines para mí solo.

Le mostró la moneda a Lolita y expresó:

—Ahora puedo comprarte un regalo. ¿Qué deseas más que nada?

Lolita sabía que el niño se iba a sentir desilusionado si ella le decía que no quería nada.

Por lo tanto, los dos se dirigieron a la aldea que estaba al final del lago.

Ella escogió un adorno económico pero muy bonito que representaba al castillo.

El niño se quedó encantado con la elección.

—Ahora, cada vez que lo mires, te acordarás del castillo —indicó él.

—Por supuesto que sí —respondió Lolita—, pero es más divertido mirar el castillo de verdad.

—Eso es lo que yo creo —estuvo de acuerdo Simón—. Regresemos a casa para subir hasta lo más alto de la torre.

Ya lo habían hecho antes.

Pero a él le divertía poder mirar hacia abajo desde aquella altura.

Lolita le contó cómo sus antepasados mantenían centinelas en la torre.

Estos vigilaban para atisbar a cualquier enemigo que se acercara.

Más tarde, aquel día, Lord Seabrook le comentó a Lolita:

—Me parece que fue usted muy generosa al gastar tanto dinero para traer a Simón hasta aquí. Mi sobrino me mostró el total.

—En realidad esa fue una lección de aritmética —respondió Lolita—. Él sumó con un poco de dificultad y tal y como yo se lo indiqué, también, sumó todo lo que el secretario le entregó.

Lord Seabrook rió.

—No comprendo cómo puede ser usted tan hábil con los niños ya que es usted casi uno más de ellos.

—Quizá yo pienso igual que ellos —respondió Lolita—, y deseo las mismas cosas.

—¿Qué es lo que desea? —preguntó él.

—Supongo que la respuesta a su pregunta es la felicidad —contestó Lolita—, y Simón y yo nos sentimos muy dichosos aquí, con su señoría.

Casi añadió «excepto por una cosa», pero eso hubiera sido una impertinencia.

—Eso me alegra —aceptó Lord Seabrook—, y también me alegra que le esté dando lecciones a Simón, aun cuando sean un tanto diferentes.

—Con el tiempo se volverán más serias —aseguró Lolita—, pero ya ha aprendido suficiente historia como para escribir un libro y con permiso de milord yo quiero llevarlo a conocer el priorato Walcott, para poder hablarle acerca de los monjes que llegaron a Inglaterra y lo que hicieron en muchas partes del país, incluyendo Norfolk y Canterbury y también en Ullswater, aunque yo no lo sabía.

—Es obvio que está usted muy bien educada, señora Bell —señaló Lord Seabrook.

—Siempre me gustó mucho leer tanto como me gustó montar —respondió Lolita.

—Y también ama a los niños —agregó Lord Seabrook—. ¿Qué me dice de los hombres?

Para sorpresa suya, vio cómo una expresión extraña aparecía en el rostro de Lolita.

No pudo describirla.

Ella contestó de inmediato:

—Debo ir a buscar a Simón. Está en el jardín con el perro que su señoría le regaló y todavía no sabe muy bien cómo dominarlo.

Desapareció antes de que Lord Seabrook pudiera encontrar un pretexto para mantenerla allí, conversando con él.

Sintió que ahora Lolita lo intrigaba aún más que antes.

En la tarde del día siguiente, Lady Cressington insistió en que Lord Seabrook la llevara a dar un paseo en carruaje.

Lolita bajó a la biblioteca para buscar un libro que necesitaba.

Para deleite suyo se encontró con que la biblioteca estaba al día.

No sólo había muchos libros que ella deseaba leer, sino también muchos otros con láminas que eran exactamente lo que ella deseaba para Simón.

Escogió tres libros que sabía que al niño le iban a parecer interesantes.

Lo había dejado en el salón de clases escribiendo una lista de nombres de perros.

Todavía no le había puesto uno al suyo.

Lolita pensó que aquello era un buen ejercicio para su caligrafía, así como para su cerebro, al tener que pensar en nombres adecuados.

Pasó junto a la puerta del estudio, la cual estaba abierta.

Al hacerlo, vio los periódicos.

Cuando éstos llegaban eran colocados sobre un banco frente a la chimenea.

No había leído un periódico desde que llegó al castillo.

No parecía haber tiempo y a nadie se le ocurría llevar uno al salón de clases.

Lolita entró en el estudio y tomó el «Morning Post».

Lo abrió, preguntándose qué habría ocurrido en el mundo más allá de Ullswater…

Leyó los encabezados, uno por uno, y se encontró con algo que no parecía excepcional.

De pronto, cuando le dio la vuelta a la página vio la circular de la corte y junto a ésta la sección de defunciones:

El primer nombre decía:

«Sra. Ralph Piran».

Lolita sintió que el corazón se le detenía y continuó leyendo:

«La señora Ralph Piran, antes Condesa de Walcott, murió ayer en el número 26 de Park Lane. Llevaba enferma varios meses».

A continuación, mencionaba la fecha en la cual ella se había casado con el Conde de Walcott.

Informaba que ellos habían dejado la casa ancestral en Ullswater para vivir tranquilamente en Worcestershire.

Al final mencionaba que había una hija de su primer matrimonio, Lady Lolita Vernon.

Se encontraba en el extranjero pero ya había sido informada acerca de la muerte de su madre.

Lolita lo leyó dos veces.

En seguida dejó a un lado el periódico y subió al salón de clases.

Cuando llegó allí, las lágrimas le corrían por las mejillas.

En un esfuerzo trató de secárselas, pero Simón levantó la mirada y dijo:

—¡Lolo, estás llorando! ¿Qué te hizo daño?

Lolita se sentó en una silla.

Simón corrió hacia ella y la abrazó.

—No llores, Lolo —suplicó él—. ¿Quién se ha portado mal contigo?

—Acabo de… enterarme que… mi mamá… se ha ido… con Dios. Ella estaba… muy enferma, por lo que… no pude… despedirme… de ella y… voy a… extrañarla mucho.

—Mis padres están con Dios —respondió Simón—. Tú me lo dijiste.

—Sí, por supuesto que así es —respondió Lolita— y nosotros… podemos hablar con ellos a través de nuestras… oraciones.

—Yo lloré cuando murió mi mamá —indicó Simón—, pero ahora te quiero a ti y voy a llorar mucho si tú te mueres.

—Yo no me voy a morir, Simón —aseguró Lolita—, y estoy segura de que tu mamá me envió a ti para que te cuidara.

—Fue muy lista al hacerlo —afirmó Simón—. Si tú no me hubieras encontrado, mi madrastra quizá me hubiera alcanzado y me habría hecho regresar.

Sus brazos se apretaron de manera instintiva cuando exclamó:

—Y ella… me habría golpeado otra vez por… haberme escapado.

—Eso es algo en lo que ya no debes pensar —suplicó Lolita—, porque ahora eres muy feliz aquí.

—Tú también tienes que ser feliz —animó Simón—. De otra manera yo voy a llorar como lo estás haciendo tú.

—No deseo que eso suceda —aseguró Lolita.

Pero al mismo tiempo el cariño que él le estaba demostrando hizo que las lágrimas le siguieran corriendo por las mejillas.

Simón la besó.

—No debes llorar —dijo él—. ¿Cómo puedo hacerte feliz?

—Tú me haces feliz porque me amas —repuso Lolita— y voy a tratar de no llorar más.

Lo abrazó por un momento y después se fue a su habitación para lavarse la cara.

La noticia de que su madre había muerto y que ya no la volvería a ver le había causado un impacto muy doloroso.

Se preguntó si su padrastro se casaría otra vez.

Estaba segura de que con tanto dinero encontraría a muchas mujeres dispuestas a unirse a él.

Pero al mismo tiempo no pudo evitar sentir miedo.

Si sentía mucha soledad, quizá intentara hacerla regresar.

No sólo para poder conversar, sino para poder asistir a fiestas a las cuales no sería invitado de otra manera.

«Jamás regresaré ahora», pensó ella.

Lolita había pensado que su madre, aunque inconsciente, siempre fue una especie de protección.

Sin embargo, ahora ella se había ido, por lo que quedaba a merced de su padrastro y quizá también de Murdock Tanner.

Lolita entró en el salón de clases una vez más.

Tomó uno de los libros que sacara de la biblioteca y comenzó a mostrarle las láminas a Simón.

Los dos estaban sentados juntos en un sillón cuando Lord Seabrook entró.

—Me preguntaba dónde estaban ustedes —exclamó él— y como Lady Cressington tiene dolor de cabeza y ha ido a recostarse, pensé que quizá quisieran bajar y acompañarme al té.

Simón se levantó del sillón.

—Lo haremos, tío James —indicó él—, pero tú tienes que ser muy bueno con Lolo porque ella está triste.

—¡Triste! —exclamó Lord Seabrook—. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

Él miró a Lolita mientras hablaba.

Lolita pensó que él debía haber visto que sus ojos estaban un poco irritados.

—No es… nada de importancia —comenzó a decir ella pero Simón la interrumpió.

—La mamá de Lolo está muerta, tío James —intervino él— y ella la extraña, igual que yo a mamá cuando ella murió y se la llevaron en una caja negra.

—Siento mucho escuchar eso —le dijo Lord Seabrook a Lolita—. Debe haber sido un impacto muy fuerte. Como usted nunca mencionaba a sus padres yo pensé que era huérfana.

—Mi madre estaba muy enferma y no podía reconocer a nadie cuando yo salí de Londres —respondió Lolita en voz baja—. Pero estaba bien atendida, de otra manera, yo no hubiera podido haberle traído a Simón hasta acá.

—Vamos a bajar para que me cuente más acerca de su familia —sugirió Lord Seabrook—. ¿Qué otros parientes tiene?

Lolita se levantó de la silla.

—No tengo a nadie —aseguró ella—, absolutamente a nadie y prefiero no hablar de eso.

No hubo nada que él pudiera decir.

Pero al mismo tiempo, sintió aún más curiosidad que antes.

A pesar de las órdenes que Lady Cressington le había dado a Lolita, ella salió a montar por la mañana con Lord Seabrook antes del desayuno.

También para complacer a Simón, habían salido a navegar por el lago en un pequeño bote con una vela roja.

El niño se sintió mucho más emocionado con el bote que con el yate.

Como se veía tan feliz, Lolita se sintió feliz también.

Había llorado un poco cada noche al irse a la cama.

Aunque su madre permaneció en estado de coma desde mucho antes que ella se alejara de Londres, siempre le quedaba la esperanza de que se mejorara.

También quedaba la sensación de que le pertenecía a alguien.

Pero ahora estaba desolada.

Sintió temor al pensar en el futuro.

Quería reclamar las posesiones de su madre y también cualquier dinero que ella le hubiera dejado.

Sin embargo, para hacerlo tendría que ponerse en contacto con su padrastro.

Y eso era algo que no se atrevía a iniciar.

Era aterrador pensar que lo único que poseía era su ropa, el anillo de su madre y las doscientas libras que tomara de la caja fuerte de su padrastro.

Rezó por poder quedarse en el castillo.

Mas, con el tiempo, Simón se marcharía a una escuela y entonces, ¿qué le sucedería a ella?

Lo más probable era que si Lady Cressington se salía con la suya, a Lolita la iban a despedir en una semana o dos.

Entonces tendría que tomar una decisión muy importante.

Llevarse a Simón consigo y desaparecer o dejarlo allí para que una vez más sufriera lo que ya había padecido antes.

Todo esto daba vueltas y vueltas en su cabeza.

Por las noches se le hacía difícil dormir porque no encontraba respuesta a sus preguntas.

Estas se le presentaban una y otra vez.

Sin embargo, cuando regresaron al castillo después del paseo en el velero, todos estaban riendo.

Como no había señales de Lady Cressington, los tres entraron muy contentos en el comedor.

Acababan de sentarse cuando ella se presentó.

Lord Seabrook se puso de pie cuando Lady Cressington entró en la habitación.

Como de costumbre, lucía despampanante y con demasiadas joyas para estar en el campo.

—¿Te habías olvidado de mí? —preguntó melosa.

—Pensé que ibas a comer arriba —respondió Lord Seabrook un tanto apenado.

Por la manera como habló, Lolita supuso que en realidad él si se había olvidado de que Lady Cressington estaba en el castillo.

En su lugar, había estado pensando en Simón y en lo feliz que estaba paseando en el bote.

Lady Cressington se sentó y de inmediato Barty le sirvió vino en su copa.

—Supe que estuvieron veleando en el lago —comentó ella—, por lo tanto no me apresuré, pero estoy segura de que tú y yo podemos encontrar algo mucho más emocionante que hacer esta tarde.

Pestañeó en dirección a Lord Seabrook mientras hablaba.

En ese momento, se dio cuenta de que él estaba mirando a Simón.

—¿Cómo progresa tu querido sobrinito con sus lecciones? —preguntó ella—. Me da la impresión de que no pasa mucho tiempo en el salón de clases. No puedes dejar que él crezca siendo un ignorante.

—Estoy muy impresionado con lo que ha aprendido hasta ahora —respondió Lord Seabrook—, y esto es una buena dosis de historia y algo de aritmética que estoy seguro yo no sabía a su edad.

—Oh, desde luego que sí lo sabías —afirmó Lady Cressington—. Eres muy inteligente y de seguro también lo eras cuando niño.

Mientras hablaba, posó su mano sobre la de Lord Seabrook.

Pero aunque era obvio que ella esperaba que se la llevara a los labios él no lo hizo.

Casi como si pensara que Lady Cressington estaba atacando a Lolita, Simón exclamó:

—Lolo me enseña muy bien. Ella dice que yo voy a ser muy inteligente, al igual que papá y que tío James.

—Por supuesto que así será —respondió Lady Cressington— pero lo que tú necesitas es un tutor y estoy segura de que tu tío podrá encontrarle uno para que te enseñe las materias que tienes que conocer cuando entres en un colegio y después en Oxford.

Simón frunció el ceño.

—Yo no quiero un tutor —aseguró él—. Yo quiero a Lolo. Ella me enseña cosas muy emocionantes. Ya sé mucha historia.

Había una nota de desafío en su voz.

Lady Cressington rió.

—Esa es una actitud muy leal de tu parte —manifestó ella—, pero dentro de muy poco te darás cuenta de que Lolo, como tú la llamas, es demasiado joven para saber todas las cosas que un muchacho grande como tú tiene que aprender.

Era obvio que Simón iba a responder.

Pero Lolita extendió su mano y la puso sobre su brazo.

—Yo te quiero a ti —exclamó Simón.

Y antes de que alguien más pudiera hablar, Barty, quien había salido de la habitación, apareció en la puerta y anunció:

—El Capitán Michael Duncan desea verlo, milord.

Lord Seabrook lo miró, sorprendido.

Lolita sintió que el corazón le daba un vuelco cuando un hombre joven alto y bien parecido entró en la habitación.

Él caminó hacia Lord Seabrook, quien se puso de pie y le extendió la mano.

—Esta sí que es una sorpresa, Michael —saludó él—. Yo no tenía la menor idea de que estuvieras por estos rumbos.

—Estoy encantado de verte, James —repuso el Capitán Duncan—, pero me encuentro aquí por un asunto diferente.

—¿De qué se trata? —preguntó Lord Seabrook.

El capitán miró a Lady Cressington.

—He venido —contestó él— para solicitarle a milady que me regrese el collar que le pertenece a mi padre y que ella no me regresó cuando salió de Londres.

—Tú me lo obsequiaste —terció Lady Cressington.

—¡Eso no es verdad! —respondió el Capitán Duncan—. Como bien sabes, nosotros estábamos comprometidos en secreto y yo te lo presté porque tú querías lucirlo en el baile de la duquesa. Cuando te pedí que me lo regresaras me dijiste que yo ya no te interesaba, pero no me regresaste el collar.

Lord Seabrook miró sorprendido a los dos interlocutores.

—Te pido disculpas por venir a hacer esta escena aquí en el castillo —suplicó el Capitán Duncan—, pero supongo que tú habrás oído hablar del maravilloso collar que le fue obsequiado a mi padre cuando salvó la vida del maharajá de Jovnelo. Papá quería que el collar fuera trasmitido como una herencia familiar, pero para decirlo con claridad, Lady Cressington se lo robó.

—¡Eso no es verdad, no es verdad! —protestó Lady Cressington levantando la voz—. Tú me lo diste como un regalo y como tal, yo lo acepté.

—¡Mientes! —respondió el Capitán Duncan— y mi padre ya le ha informado a la policía que su joya ha sido robada.

Lady Cressington se puso muy pálida.

Por un momento hubo silencio.

Entonces, Lord Seabrook se volvió hacia el mayordomo.

—Barty, por favor, envía a un lacayo para que suba a la habitación de milady y traiga su joyero. También ofrécele una copa de vino al Capitán Duncan.

—Eso es algo que sí necesito —aseguró Michael Duncan—. Mi padre me ha llamado con dureza la atención por haber prestado el collar, y además, me siento muy triste y herido de que una mujer a quien yo le ofrecí mi corazón y mi nombre se haya comportado de esa manera tan vil.

Habló con fuerza, casi como si se encontrara en el campo de batalla.

Lady Cressington lo miró iracunda y se quiso poner de pie.

Sin embargo, Lord Seabrook extendió su mano para evitar que lo hiciera.

—No, espera hasta que el collar haya sido entregado —indicó él.

Entonces, volviéndose hacia el recién llegado, preguntó en tono de charla:

—¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Fui informado acerca del paradero del collar por un amigo que supongo que se encuentra aquí, en el castillo —respondió el capitán—. Tomé el primer tren disponible hasta Penrith y de allí vine hasta acá en una silla de posta.

—¿Alguien del castillo te informó dónde se encontraba el collar? —preguntó Lord Seabrook con voz lenta, casi como si hablara consigo mismo.

—Me siento muy agradecido de contar con ese amigo. Él me salvó de muchos problemas con mi padre y espero que también me haya salvado de un escándalo que de seguro iba a ser publicado en la prensa.

Lady Cressington se volvió hacia Lord Seabrook, suplicante.

—Necesitas creerme, James —presionó ella—. Él me lo regaló y es mío.

—Tengo entendido —observó Lord Seabrook— que cuando se da por terminado un compromiso, la prometida regresa al novio todos los regalos que ha recibido, así como las cartas.

Lady Cressington no pudo responder nada.

En aquel momento un lacayo entró, llevando un gran estuche de cuero.

Sobre éste aparecían grabadas las iniciales de Lady Cressington, con una coronita encima.

El sirviente se lo iba a entregar a Lady Cressington, pero el Capitán Duncan se lo quitó.

Lo puso sobre el piso junto a Lord Seabrook y lo abrió.

Dentro se veían varias joyas, todas dentro de sus estuches.

Hizo a un lado las más pequeñas para sacar un estuche más grande colocado en el fondo.

Era de terciopelo rojo y bordado en un estilo oriental, reconocible de inmediato.

El capitán lo sacó, lo puso sobre una mesa junto a Lord Seabrook y lo abrió.

Cuando lo hizo, Simón, quien lo había estado observando todo, hizo una exclamación de sorpresa.

Lolita sintió deseos de hacer lo mismo.

El collar que descansaba sobre terciopelo blanco, era mucho más hermoso de lo que nadie podía esperar.

Se trataba de una pieza muy grande y tenía la forma de un corazón.

En el centro lucía un enorme diamante.

Este estaba circundado por rubíes y esmeraldas, todas de gran tamaño, y el corazón estaba rodeado de perlas.

Unos diamantes pequeños brillaban entre las gemas más grandes.

La cadena que rodeaba el cuello era de esmeraldas.

Lolita pensó que era lógico que el general se resistiera a perder algo tan especial.

Le pareció haber leído que el maharajá en cuestión tenía minas de su propiedad.

Estaba segura de que el collar había sido confeccionado por sus propios orfebres.

Pudo haber tomado años crear tal perfección, tanto en la calidad del trabajo como de las piedras.

—Comprenderás por qué mi padre no deseaba perder esto —indicó el capitán con calma—, y te agradezco mucho que me lo hayas regresado, James.

—Estoy seguro de que era lo que Lady Cressington pensaba hacer, pues en realidad ella nos deja esta tarde. Voy a enviarla a Carlisle donde podrá tomar el tren nocturno hacia Londres. Quizá para ti haya sido complicado haber tenido que hacer el viaje, pero me complace verte y espero que por lo menos te quedes con nosotros esta noche.

—Me encantará hacerlo —respondió Michael Duncan.

Lady Cressington se puso de pie.

Estaba muy pálida pero sus ojos se habían oscurecido por la ira.

Se daba cuenta de que había perdido al hombre con el cual pretendía casarse.

Para colmo era despedida de manera ignominiosa y no había algo que pudiera decir el respecto.

Por lo tanto, salió de la habitación ignorando a todos.

Sin que nadie se lo dijera, Barty cerró el joyero de ella y lo levantó.

Y también salió del comedor.

Cuando él se hubo marchado, un lacayo se apresuró a llenar la copa del capitán y la de su anfitrión.

Por un momento reinó un silencio casi incómodo.

Entonces Simón lo rompió.

Se levantó de su silla y corrió al lado de su tío.

—Quiero ver el gran collar —pidió él—. Brilla como si tuviera lucecitas adentro.

Aquello era porque el sol había llegado hasta la mesa del comedor, pero Lord Seabrook rió.

—Por lo menos encontraste lo que buscabas, Michael —dijo él—, y no culpo a tu padre por querer conservarlo en la familia.

—Él está determinado a que esta joya pase de generación en generación —respondió Michael Duncan—, y como nosotros no poseemos nada tan valioso, él espera que cuando ya no estemos, se nos recuerde por el collar.

Hizo una pausa y después añadió:

—Tú puedes decir lo mismo de tu castillo.

Lord Seabrook rió.

—Ahora te estás mostrando fúnebre. Yo no pienso morirme por ahora. Tengo muchas cosas que hacer antes de que deje este mundo.

—Pienso lo mismo —respondió Michael Duncan—; sin embargo, te aseguro una cosa, James. No pienso casarme en mucho tiempo. Como solía decirme mi nana, no quiero que me muerda dos veces la misma serpiente.

Lord Seabrook rió.

Pero Simón se mostró interesado.

—¿Qué le mordió? —le preguntó al capitán.

—Algo muy rastrero y desagradable —respondió él—, y espero que jamás te suceda a ti.

—¿Le dolió? —preguntó Simón.

—Sí me dolió —respondió el capitán— pero ya no me va a suceder otra vez.

—Mi madrastra me golpeaba y me dolía mucho —comentó Simón—. Yo lloraba y gritaba, pero ella no se detenía.

Michael miró a Lord Seabrook, sorprendido.

—¿Qué dice? —preguntó él.

—Es algo que yo quiero que Simón olvide —respondió Lord Seabrook.

Rodeó a Simón con sus brazos.

—Ahora eres feliz aquí —indicó él—, y Lolo te cuida, por lo que quiero que me prometas que nunca más vas a mencionar a tu madrastra. Olvídate tal y como el capitán va a olvidar que alguien le quitó su precioso collar. Ahora ya es de él otra vez y lo va a conservar para siempre.

Con una inteligencia que a Lolita le pareció sorprendente, Simón inclinó la cabeza hacia un lado y preguntó:

—¿Yo estoy a salvo para siempre?

—Total y completamente a salvo —afirmó Lord Seabrook—, y te prometo que esa es la verdad.

Simón lanzó una exclamación y puso su mejilla junto al brazo de su tío.

—Me gusta estar aquí, contigo, tío James —expresó él—. Es muy emocionante y nadie puede separarme de ti.

—Nadie te va a llevar —prometió Lord Seabrook con firmeza.

Simón se apartó para regresar junto a Lolita.

—Vamos a buscar a Bracken —sugirió el niño.

Por fin había decidido que ese sería el nombre de su perro.

A Bracken no le era permitido entrar en el comedor antes que estuviera un poco más entrenado.

Sin embargo, estaba esperando en el vestíbulo junto a un lacayo.

El perrito corrió hacia Simón tan pronto como lo vio.

Simón se arrodilló y lo abrazó.

—Él se ha comportado muy bien, joven Simón —informó el lacayo—. Si usted lo sigue enseñando a obedecer ya verá que será tan bueno como cualquiera de los perros de su señoría.

—Eso quiero —dijo Simón.

Se dirigió hacia la puerta principal, llevando a Bracken consigo.

Lolita permaneció sobre los escalones bajo el sol y elevó una pequeña oración de gratitud.

Se había deshecho de Lady Cressington.

Ahora podía permanecer en el castillo sin temer que a Simón lo internaran en un colegio.

Casi no podía creer que su carta hubiera logrado exactamente lo que ella quería.

Ni que el capitán Duncan hubiera llegado tan pronto.

Pero ahora que había visto el collar podía comprender lo mucho que éste significaba para él y para su padre.

Pensó que aquel era otro obstáculo que había vencido.

Fue difícil, y sin embargo había salido victoriosa.

Sólo podía darle las gracias a Dios, pues estaba segura de que Él la había ayudado.

También sabía que su madre la auxiliaba dondequiera que ella estuviera.

—Gracias, gracias —exclamó emocionada.

Sintió que la luz del sol la envolvía, como si fuera un beso de amor.